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LAS ALAS PERDIDAS

Rafael Govela

Recorríamos tranquilos, sin prisa, las calles de Villa de Santiago, un pueblo mágico en el estado de Nuevo León, muy cerca de Monterrey. El calor de la tarde caía bochornoso sobre nuestro paseo familiar, por calles pequeñas y empedradas, por casas coloniales de típicas fachadas. Visitamos primero las tiendas de artesanías alrededor de la pequeña plaza, con su pequeño quiosco y su pequeño jardín.


Caminamos luego rodeando un costado de la iglesia de la villa en el frente principal de la plaza, llegamos al tianguis de artesanos donde pudimos admirar productos naturales de la zona y, finalmente, subimos al mirador donde Álvaro, mi hijo, tomó la clásica selfie, en la que todos aparecemos muy sonrientes y contentos con la vista de la presa al fondo.


Más tarde, subimos la empinada escalinata para visitar la iglesia, cuyo frescor interior nos relajó. Era una iglesia modesta, de bóveda de medio cañón, toda amarilla por dentro y por fuera, con paredes desnudas y algunas imágenes toscas de yeso, muy coloridas, sin mayor valor.


Al acercarnos al altar principal, de similares características, me sorprendió algo que contrastaba con el entorno: en el altar izquierdo había un hermoso cuadro de la Virgen de Guadalupe a quien siempre he profesado, como buen mexicano, una gran devoción. Entonces, mi señora y yo nos hincamos a rezar, mientras Álvaro y Pati se sentaron a descansar en la banca del frente.


Como yo estaba saliendo de un duro tratamiento médico de varios meses, vi el momento propicio para agradecerle a la patrona la recuperación de la salud. Cerré los ojos y, con gran concentración, agradecí tantos beneficios recibidos. En ese momento, sólo existía mi presencia ante aquel altar, la virgen y yo, ni un sonido ni calor, sólo un gran vacío en medio de la nada.


De pronto, en medio del fervor de mi rezo, percibí una sutil sensación, un cálido halo que me envolvía. Algo se movía en mi espalda, se desarrollaba, como si los huesos de los omóplatos se salieran, como espolones emergiendo del mar, como aletas de tiburón que crecían y se estiraban, se desarrollaban creciendo más y más y se transformaban rasgando mi playera, afianzándose en mi columna; era algo ligero, pero sólido. La sensación me cautivó y se lo atribuí a imaginación exaltada de fervor.


Aún cautivado por la imaginación, percibí que mi aislamiento paulatinamente se desvanecía. Detrás de mí, unas voces cuchicheaban, una ligera inquietud se agitaba hasta que, de pronto, un niño gritó. Luego mi hijo, tocándome el hombro derecho, dijo: “Pá, mira.” Su voz tenía tonos de un contenido asombro.


Aquella iglesia, antes vacía, se estaba súbitamente llenando. Todos me miraban como si estuvieran ante una aparición, y los rostros de mi mujer y Pati, con los ojos desorbitados, reflejaban un desconcertante asombro. De un salto me levanté y giré en la dirección a la que apuntaban aquellas miradas de consternación.


Algo se desplegaba detrás de mí con esplendor como láminas blandas, blancas, suaves, enormes y firmes. Ahí estaba yo, parado en medio de aquella pueblerina iglesia, en una tarde de verano, luciendo grandes alas que realmente habían crecido en mis espaldas. Mi mujer e hijos, intuitivamente, se pararon junto a mí, sin salir de su asombro. Aquello era insólito, repentino. No sabíamos qué hacer.


La noticia se esparció como pólvora. Todos me miraban con temor y recelo. Unas señoras al frente, hincadas, rezaban con el rosario en la mano; unos niños lloraban asustados, la gente se agolpaba con empujones para entrar. Un extraño nerviosismo se percibía en el ambiente, el desconcierto era grande, las miradas se multiplicaban extrañadas.


Uno gritó: “Es el Arcángel San Miguel; con su espada de fuego viene a castigar nuestros pecados.” Al unísono, todos cayeron de rodillas, conmocionados, implorando perdón: “Perdónanos, Señor, no mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia.” Muchos lloraban, gritaban: “Perdón por tu infinita bondad.” Otros prometían la reparación, ofrecían mandas. El miedo los mantenía alejados, el temor al fuego de mi espada. Sólo gemidos, súplicas y lamentos con los ojos llenos de lágrimas.


Otro gritó: “Es el Arcángel San Raguel, que con su trompeta de oro viene a anunciar el final de los tiempos, a abrir el abismo del Apocalipsis.” El pánico aturdió a los feligreses. Oleadas de emoción, combinadas con temor y desconcierto, sacudieron a la muchedumbre. El miedo se escurría por las paredes, los gritos se elevaron: “Por las llagas de tu precioso hijo”, y en coro contestaban: “Apiádate de nosotros, no somos dignos; por la sangre de su divino costado, perdónanos; piedad, Señor, piedad y misericordia.” El paroxismo se elevaba a una intensidad insoportable, y mi familia y yo estábamos parados al frente de aquel caótico escenario.


¿Cómo me verían? Yo de tenis, jeans, playera roja de conocida marca y tan desconcertado como ellos con esas grandes y blancas alas. Traté de distender el ambiente: “Soy yo, Rafael, Rafael González”, les dije. ¡Qué iluso! Como si me fueran a reconocer y mucho menos en medio de tan insólita circunstancia.


Las señoras de enfrente, a grandes gritos, anunciaron: “Es el Arcángel San Rafael, es San Rafael, bálsamo divino, el sanador, el purificador.” El ambiente, de inmediato, se transformó. Como nubarrones despejados por fuertes vientos, el pánico dejó a la muchedumbre, pero se apoderó de mí. Los feligreses, aliviados, perdieron el miedo de acercarse. Un anciano exclamó: “Viene a curar nuestras faltas, a purificar nuestra almas.” En medio de la iglesia, varias voces resonaron:


—Tengo un hijo enfermo, sánalo.


—Mi madre agoniza. Con una mirada tuya, purifícala.


—Devuélvenos la vista como hiciste con Tobías.


—¡Con una pluma, de tus preciosas alas, cúrame! —imploraba con lágrimas en los ojos una tullida anciana que al frente se encontraba.


En medio del desconcierto, me dio lástima y la miré con piedad. Extendió su mano y nuestros dedos se rozaron por un segundo.


—Ten compasión de nosotros —dijo.


Poco a poco, inexorable, la muchedumbre se iba acercando. Querían tocarme, tocar mis alas, milagrosamente sanar de todas sus envidias e iniquidades, liberarse de toda perversión y desamor, de sus inseguridades y faltas de fe. Era su oportunidad. Mi pánico se confirmó al ver cómo arrollaron a la anciana tullida. Recordé a Pinky, aquel comediante de una película al que una turba de fans, como manada de elefantes, arrolló.


Mi familia y yo nos fuimos haciendo hacia atrás hasta rodear el altar, pero al parecer no teníamos escapatoria, al menos yo; el tropel avanzaba con las manos extendidas, las caras crispadas por el fanatismo. A nuestras espaldas, por un costado, el sacristán asomó por una puerta. Sin pensarlo, entramos escapando de la turbamulta que ya se nos venía encima con gritos y empellones. Apenas logramos cerrar entre todos la fuerte hoja de roble macizo, machucando algunas manos y dedos, hasta que el sacristán logró poner una gran traba. Estábamos salvados, al menos por ahora.


Avanzamos por un pasillo para salir por un costado del recinto. Mi hijo se apresuró a acercar la camioneta mientras el sacristán, con un lienzo morado, me cubrió; y así, como imagen de cuaresma, salí cruzando el patio. Qué trabajo me costó subir a la camioneta, pero había que hacerlo con celeridad. Empujados por el miedo, nos acomodamos en el interior como pudimos, sobre todo yo, tirado sobre el asiento posterior, boca abajo, pues las alas eran un gran impedimento para sentarme.


Mientras nos alejábamos, alcanzamos a escuchar aún a la distancia los cantos e himnos que los parroquianos entonaban: “Tu vencerás, oh, rey bendito”, y los aleluyas y alabanzas: “Tu pueblo ha visto la salvación.” Avanzamos en silencio, extrañados. ¿A qué horas había pasado todo esto? ¿Cómo es qué, tan de repente, nos había pasado?


A medio camino, mi hijo rompió el silencio: “Nos vienen siguiendo.” Nos inquietamos. ¿Cómo? ¿Quiénes? “Son dos motociclistas, vienen a la distancia, a nuestro paso.” “No son policías.” “Acelera”, dije. Así lo hizo, pero las motos aceleraron también. Ya era imprudente ir más rápido. Recordé a la princesa Diana. “Piérdelos.” Eso era muy difícil, en una carretera con estrechas y mal pavimentadas salidas a pequeñas poblaciones.


Las motos se aproximaron, una a cada costado de la camioneta. Con sendos cascos, era imposible ver las caras de los tripulantes, pero, por lo mismo, ellos tampoco lograron distinguirme. Álvaro, buen conductor, dio vueltas y acelerones, y tomó atajos tratando de perderlos; sus esfuerzos fueron inútiles, justo en el momento en que se cerraba la puerta automática de la casa, logró ver por el retrovisor que las dos motos se detenían frente a la casa. ¡Estábamos ubicados!


Al llegar a casa, nos cercioramos de que ningún otro vecino nos viera. Seguíamos muy asustados. Bajamos de la camioneta. Con la relativa calma de sentirnos en casa y a la distancia de aquella iglesia, pero descubiertos, pude analizar las inauditas alas. Eran, como ya lo he referido, grandes, firmes y, al mismo tiempo, suaves. Un cartílago sostenía su estructura, les daba forma. Arqueadas más de medio metro por arriba de mis hombros se extendían y, al bajar, se iban angostando para terminar en punta a la altura de mis tobillos. Estaban cubiertas de delicadas plumas, blancas, iridiscentes, suaves como la seda, brillaban y en el fondo se reflejaba, como con luz propia, un verde jade.


Su belleza era magnífica, enigmática, cautivadora. No pesaban, pero tampoco me daba la impresión de que pudiera volar; al menos, no lo intenté. No sabía cómo moverlas. Con gran concentración, lo único que logré fue desplegarlas. Medían más de dos metros de cada lado. ¡Eran formidables! Claro, en el interior no pude levantarlas. La familia seguía con los ojos desorbitados; ninguno sabía qué hacer.


No había tiempo que perder, teníamos que hacer algo y pronto. No estaba seguro en la casa. ¿A dónde ir y cómo? Las casas colindantes no eran opción, no sólo porque daban al frente a la misma calle, sino también porque en una de ellas vivía una familia de muchos niños y con dos perros. En la otra, los propietarios estaban de vacaciones y sobre la barda tenían un cerco eléctrico.


Mi hijo acudió con el vecino de atrás. Era el más viable, quien aceptó pero, antes de pasarme, lo llamó y pidió a cambio, no sólo un reconocimiento y menciones en la prensa, sino además el diez por ciento de regalías. “¿De qué regalías habla?” La petición nos resultó indignante, fuera de lugar, con lo angustiados que estábamos. Nos sentimos ofendidos, así que rechazamos la oferta.


Inspirado, mi hijo saltó rápidamente la barda hacia la casa que colindaba con la esquina, justo atrás de la del cerco eléctrico. Vivía en ella una anciana bondadosa y su cuidadora, quienes, tras reponerse del susto, le comentaron que por los noticieros estaban informadas. Dijeron que recibirme y atenderme sería un honor y privilegio.


Ya caía de la noche, cuando pusimos un tablón entre las bardas esquinadas. Crucé a gatas, cubiertas las alas con aquella tela morada de acrílico corriente que me diera el sacristán, suficiente para pasar inadvertido en la oscuridad. Ya estaba a punto de alcanzar la escalera y bajar al jardín, cuando las alas, al dar un giro complicado, tocaron el cerco eléctrico.


La alarma se disparó en ese momento y la tela que me cubría se prendió en llamas. Con el corazón dando saltos, brinqué a tierra y, como pude, sin perder un segundo, me arranqué la tela incendiada y la aventé, con tan mala suerte que cayó sobre una palma seca, que de inmediato se prendió. Corrí al interior de la casa donde me esperaba ya la anciana y su cuidadora, con caras emocionadas. Las alas estaban intactas.


Después de una cena ligera, las anfitrionas, maravilladas, me pusieron al tanto. El evento había sido reseñado en todos los noticieros locales y nacionales. Ellas, fascinadas, habían seguido la noticia. Con un video, tomado con un celular desde el fondo de la iglesia, se difundieron las escenas: en ellas se ve un ángel, “al parecer el Arcángel San Rafael”, que apareció en la iglesia de Villa de Santiago. Se veían con claridad las alas, pero no mi cara, bloqueada por las manos levantadas de los feligreses, pero se sentía la emoción.


Los noticieros prometieron dar estrecho seguimiento al insólito acontecimiento para develar la verdad o la farsa y al responsable, sembrando una gran expectativa. Presentaron entrevistas con algunos de los asistentes, quienes narraban entusiasmados su experiencia, lo que habían visto con sus propios ojos y la gran emoción que vivieron, entre ellos una anciana que atestiguaba haber sido curada: mostraba sus manos que el Arcángel tocó y cómo había desaparecido la artritis y cómo fue cubierta y protegida, saliendo ilesa, a pesar de que la multitud había pasado sobre ella. El evento era real.


Luego de un día agotador, cargado de muchas emociones desconcertantes, me fui a dormir callado y pensativo. Me saqué el pantalón y me tendí sobre la cama boca abajo sin quitarme la playera, pues me pareció imprudente romperla. Muchos pensamientos e inquietudes se agolpaban en mi cabeza: ¿qué significado tenían aquellas alas?, ¿por qué yo?


No es que yo sea una mala persona, pero ciertamente disto mucho de merecer un designio divino. ¿Qué haría con ellas? ¿Cómo podría moverme en mi vida cotidiana? Efectivamente, constituían un gran estorbo y, por sus dimensiones, imposibles de ocultar. ¿Cómo podría subirme al avión? ¿Cómo desplazarme por el aeropuerto o por cualquier lado sin generar el zipizape que se armó en la iglesia? ¿Cómo podría escapar de morir desplumado como pavo navideño por fanáticos? ¿Acabaría como diversión de circo?: “Pasen a ver al hombre alado y tómense la foto.”


Me imaginaba en mi despacho, en junta con mis clientes, sentado en la silla de mi escritorio con las alas sobresaliendo, brillando, desplegando todo su esplendor. Me parecía divertido imaginar las caras perplejas de mis interlocutores, que no podrían concentrarse en los negocios. ¿Qué fama se correría? ¿Cuántos medios nacionales e internacionales querrían una entrevista? ¿Me llamaría el Papa? Y yo ¿qué le diría?, o ¿me contrataría el Cirque du Soleil? Así me quedé dormido.


Al día siguiente, desde la madrugada, varios reporteros hacían guardia afuera de la casa de mi hijo, cámara en mano. Había también una plataforma con una gran cámara y dos camionetas móviles de radio y televisión llenas de antenas. El estrecho seguimiento era serio. A las seis de la mañana, empezaron a tocar el timbre de la puerta y a las siete empezó a repiquetear el teléfono; dos drones sobrevolaban la casa y el vecindario.


Tomando la iniciativa para hacer frente a la presión, mi señora decidió que nadie saliera a la puerta. No estaban preparados para ningún encuentro, ni teníamos una respuesta que dar. En uso de sus habilidades negociadoras, serena y resuelta, como ella es para esos momentos de tensión, tomó la siguiente llamada.


—Buenos días. ¿Es la casa del ángel?


—¿Qué se le ofrece?


—Necesitamos saber si es la casa del ángel.


—¿Necesitamos? ¿Quiénes?


—Estimada señora, somos de la cadena BBC en español y queremos entrevistar al ángel o, si es arcángel, mejor.


Así la llamada prosiguió, con los siguientes ofrecimientos: en caso de ser real el tema y previo análisis e inspección del personal calificado, dos millones de dólares, transportación terrestre y aérea privada y custodiada, montaje de los escenarios que fueran necesarios, maquillistas, estilistas y diseñadores de ropa, diez entrevistas y presentaciones, un contrato de exclusividad, elaboración de guiones para el desarrollo de las entrevistas y demás pormenores.


—No obvio decirle, estimada señora, que sólo sostendremos este ofrecimiento si, y sólo si, la aceptación la recibimos dentro de los siguientes sesenta minutos, ¿está claro?


Prosiguieron múltiples llamadas desordenadas, acosadoras, algunas agresivas, otras tiernas e infantiles, otras con los más disparatados ofrecimientos, otras sólo de curiosos. Sólo hubo dos dignas de mención: la de la Iglesia que ofrecía, de una manera piadosa, bien estructurada y puntual: la primera aparición en el lugar más relevante de la religión con el obispo máximo, plena seguridad y confidencialidad avalada por el gran prestigio de la institución, el diez por ciento de una campaña financiera que se diseñaría para esta extraordinaria aparición, en la que yo recibiría los mensajes a difundir, para asegurar que teológicamente fueran correctos.


La otra llamada fue la de un representante que, de manera arrogante y prepotente, ofrecía, a cambio de un contrato de exclusividad a perpetuidad, diseñar la más extraordinaria campaña de medios, registro de marcas, presentaciones con los más famosos comentaristas y escenarios del mundo, la comercialización de productos, y, desde luego, el manejo y la administración de las regalías e ingresos que prometía serían cifras millonarias en dólares, además del prestigio y fama de convertirme en una celebridad.


Cuánta confusión y presión, pero, aun cuando el aspecto económico constituía una tentación, en el fondo yo sabía que no podía aceptar esos vulgares ofrecimientos. Las alas deberían tener un sentido, un mensaje, aunque no sabía cuál. Me parecía que caer en el mercantilismo y la propaganda religiosa no era el camino.


Pedí a la anciana una imagen de la Virgen de Guadalupe: era necesario orar, pedir la orientación. Sólo tuvo una pequeña medalla. La tomé entre las manos y, junto con mis anfitrionas, oramos hincados en la sala. Las alas se esponjaron con las plumas henchidas y tomaron una luminosidad tenue, singular, que llenó el espacio. Oramos un rato largo y sobrecogedor.


Aun sin entender qué pasaría, y sin que me fuera revelado el sentido de todo aquello, al final sabía lo que tenía que hacer. Por la tarde llegaron mis hijas; venían apresuradas, entusiasmadas, asustadas y, al verme, abrieron tremendos ojos, y, al igual que todos los demás, quedaron sorprendidas e inquietas. Agradecí su presencia, su apoyo, su compañía: se unían a un evento desconocido, una aventura, que intuíamos sería algo que a todos nos sorprendería. Pasamos un rato familiar muy bello, un momento de calma y serenidad, y con la ayuda de la anciana y su hijo trazamos un plan.


Al día siguiente, a primera hora, Álvaro salió a la puerta de su casa. La nube de reporteros se le vino encima, las cámaras enfocadas. Mi hijo anunció: “El arcángel aparecerá en la iglesia de Villa de Santiago el día de mañana a las seis de la tarde; no habrá entrevistas previas, ni puedo responder pregunta alguna”, las que ya se desbordaban como cataratas.


La noticia se difundió de inmediato. Hacia las diez de la mañana los parroquianos empezaron a llegar a la iglesia, donde se armaban ya plataformas para la instalación de las cámaras de televisión y sonido. El párroco se apresuraba nervioso tratando de ordenar aquella ola que se le venía encima, que resultó incontenible.


Para el medio día, no sólo la iglesia se había llenado, sino también las escalinatas y media plaza. Era imposible ya la circulación de un solo automóvil por el pueblo. La gente seguía llegando a pie, abandonando sus coches a la distancia, cargando sus viandas, zarapes y utensilios, dispuestos a acampar. El caos era incontenible.


Los medios instalaron un par de pantallas gigantes en el atrio y bocinas. Aquel pacífico pueblo se transformó en unas horas, adquirió una vida insospechada. Los comerciantes, salidos de quién sabe dónde, vendían toda clase de alimentos, aguas frescas, frutas, frazadas y demás. La radio y televisión abrieron programas especiales dando una amplia cobertura y, conforme a lo prometido, levantaban las expectativas de que revelarían la verdad o la farsa de tan insólito evento, que sería visto, según se estimaba, por millones de personas a nivel mundial.


Nosotros estábamos preparados y fuimos los primeros en instalarnos. En un camión repartidor, propiedad del negocio del hijo de la anciana, nos transportamos el día anterior. Mi familia, la anciana, su asistente, hijo y familia, se hospedaron en el hotel del pueblo y yo en la casa parroquial contigua a la iglesia, después de convencer al párroco de la realidad de las alas y de las incalculables consecuencias positivas para la parroquia y para el pueblo entero. Acordamos un evento muy sencillo. No habría rezos ni sermones previos, sólo saldría el ángel a revelar su misterio.


Llegada la hora, muy sereno, vestido de blanco, con prendas confeccionadas por la anciana y mis hijas, estaba listo para salir. Todos en la iglesia y en la plaza estaban en expectante silencio y en orden. Las cámaras enfocaban a mi familia y acompañantes, que estaban en primera fila, y al sacristán, ubicado en el lado opuesto.


El párroco y algunos curas de caras asustadas no tenían idea de lo que iba a pasar. Se hablaba de millones de televisores encendidos con una incalculable audiencia. Salí por aquella puerta por la que había escapado atrás del altar, avancé despacio y me paré al frente del altar. Dirigí la vista al cuadro de la Virgen de Guadalupe, y vi sus ojos, su mirada, que se cruzó: “Adelante, hazlo, ten fe.”


Parado frente al altar, las alas se levantaron, se desplegaron mostrando todo su esplendor. Sus delicadas y suaves plumas, blancas, iridiscentes, brillaban con esos reflejos verde jade, cuando una luz sublime las iluminó desde lo alto; luego, un suave viento las sacudió como si estuvieran volando. Los espectadores quedaron arrobados por la espléndida belleza celestial. Entonces, dije: “Dios está aquí.”


Con epicentro en mis pies, una suave ola luminosa, de ligera bruma, se deslizó por el recinto como en un estanque y se escurrió por la plaza y el pueblo. Nada ni nadie se movían; como hipnotizados, todos guardaban silencio absoluto. La luz de las alas se intensificó; las rodeó un suave halo: “Dios nos ama.”


Una segunda ola se deslizó igual que la anterior, el halo de las alas creció como una burbuja de cristal brillante: “Dios está en el corazón de cada uno de nosotros.” Una tercera ola de niebla luminosa, más grande, se esparció igual que las anteriores y la burbuja de cristal de las alas creció con brillos destellantes.


Entonces sentí en mi espalda ese cosquilleo, como miles de cortos circuitos: las alas se desprendieron, elevándose poco a poco. La burbuja crecía y aumentaba su fulgor. Luego descendieron lentamente y se posaron en un tosco ángel de cemento atrás del altar. Al tocarlo, la burbuja estalló en miles de millones de pequeños y refulgentes cristales disparados por rayos luminosos, irradiando los corazones de todos los presentes, de todos los de la plaza, de todos los televidentes y de todas las personas del mundo. Una ola cósmica recorrió el planeta y esa noche hubo paz en la tierra.


Al tocar al ángel de yeso, en medio del estallido, las alas se fundieron con la imagen en una extraña diagénesis que desafiara las leyes de la materia y el tiempo, y la transformaron en una excelsa escultura del más limpio mármol. Era un joven muy varonil, semidesnudo, de figura atlética y músculos firmes.


Apoyaba una pierna al frente inclinándose ligeramente hacia adelante mientras la otra la apoyaba hacia atrás, con el talón levantado. Elevaba los brazos al frente hasta la altura del pecho y sostenía en una mano una paloma que abría las alas. Su rostro juvenil estaba sereno y su mirada era luminosa y transparente. Su pelo rizado parecía mecido por el viento, al igual que las majestuosas alas desplegadas. El ángel y la paloma iniciaban el vuelo justo en ese momento, quedando detenidos como testigos del advenimiento de la paz.


El tiempo se detuvo y todos quedaron extasiados. Avancé entonces por el pasillo y, antes de salir de la iglesia, nuevamente levanté la vista hacia el altar de la Virgen de Guadalupe. Su mirada ya no se cruzó con la mía. Seguido por mi familia, me abrí paso entre la multitud donde todos parecían flotar, inmóviles. Cruzamos la plaza y pudimos abandonar Villa de Santiago, un pueblo mágico, qué duda cabe, del estado de Nuevo León, México.

Cuentos: Acerca de
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LA SUMA SACERDOTISA

Rafael Govela

–¿A qué has venido a mi templo? –me preguntó la sacerdotisa.


–Necesito que me ayudes a descifrar los misterios de la vida, pero estás encerrada en este templo lleno de enigmas, envuelta en esa túnica llena de capas que te ocultan y te protegen. Tantos símbolos me atraen y, simultáneamente, me desconciertan.


–Nada puedo enseñarte y, si quieres, puedes marcharte.


–No me iré sin antes desnudarte para conocer tus misterios y comprender tu sabiduría.


–¿Cómo puedes comprender lo que no has vivido? Ya te dije: nada puedo enseñarte.


–Entonces, ¿cómo puedo avanzar ciego sin tu guía?


–Tendrás que emprender un viaje, en él te aguardan sorpresas y aventuras formidables, pero tendrás que ser decidido, perseverante y valeroso y, te advierto, tal vez nunca llegues a comprenderme.


En mi interior, esbocé una sonrisa. La sacerdotisa me menospreciaba.


–Estoy decidido – le dije–, vamos, iniciemos el viaje.


–Oh no, yo no iré contigo, tendrás que hacerlo solo –me dijo.


–Bueno, entonces, ¡enséñame el camino!


–En este viaje no hay camino, tendrás que hacerlo con tus pasos.


¿Qué clase de sacerdotisa es ésta?, pensé. ¿Dónde su gran sabiduría? Impulsivo, le pedí:


–Al menos, dame el equipo y las herramientas. Tú conoces la travesía.


–Sólo puedo ofrecerte una herramienta, se llama conciencia.


–Está bien, dámela –acepté con curiosidad.


–Tampoco puedo dártela, tendrás que descubrirla.


–Y ¿cómo? –irritado le grité, erguido con gallardía.


–En tu interior, búscala siempre en tu interior. Ella te guiará en el trayecto –me dijo llena de paz, y por primera vez, sonrió y me miró con ternura y añadió–: Veo que estás decidido, te llevaré al inicio del viaje.


Me tomó suavemente con su mano derecha. Una desconocida emoción se agitó en mi interior. En ese momento, se levantó una tormenta de arena que oscureció el templo, me cegó, me envolvió. En medio de la confusión, alcancé a escuchar a lo lejos: “Te estaré esperando al final del camino.”


Sin tiempo de reaccionar, la tierra y el barro se impregnaron en mi ser, se integraron a mi cuerpo. El templo se inundó, el agua me cubrió. Súbitamente, un estruendo sacudió el templo y un rayo de fuego me incendió y, con su enérgico poder, integró el barro y el agua despertando un pulso desconocido.


¿Qué clase de hechizo era éste? ¿Qué extraño sortilegio? Quise llamar a la sacerdotisa, mas no tuve tiempo, fuertes sacudidas empezaron a derrumbar el templo; un remolino me succionó con violencia, me condujo a un túnel oscuro, todo sucedía con gran rapidez. Estrujado, me dejé llevar hasta ser lanzado al precipicio. El aire activó mi aliento, me llenó, grité, lloré.


Ella me tomó en sus brazos y yo la llamé madre. 


Rafael Govela

Cancún, Quintana Roo, 25 de febrero de 2018.

Cuentos: Bienvenido

EL HALLAZGO

Rafael Govela

Samuel escuchó entre sueños un grito lejano, desgarrador, como un eco entre las montañas: “¡Nooo!” Después vino una voz angustiada murmurando su nombre, como el viento entre las ramas. Un escalofrío recorrió su espalda mientras se revolvía en la cama, muy inquieto. Acabó de despertar sobresaltado cuando escuchó los gritos: “¡Samuel, Samuel!”, y los golpes desesperados en la puerta principal de la casa. Bajó corriendo, abrió y quedó helado al ver a su esposa con un extraño aspecto, despeinada, cubierta de lodo. Atolondrado, no alcanzó a entender lo que pasaba.


Marcela le dijo:


—Hubo un derrumbe, un deslave, y Daniela quedó sepultada. ¡Es urgente rescatarla!


Él seguía adormilado y, como si estuviera aún en medio de la pesadilla, sólo alcanzó a pensar: otra vez Marcela con sus apuros. Qué poco le había durado el gusto de disfrutar de la casa para él solo, cuando Marcela y Daniela se habían ido de campamento el fin de semana. Él había decidido no ir, porque quería estar lejos de ella, tener tiempo para sí, pensar. ¿Qué hacía ella aquí?


—¡Samuel —le gritó Marcela—, despierta, es urgente rescatarla, vámonos!


Como siempre, Marcela, siempre inquieta, no dejaba de atormentarlo con sus presiones. Así era en todo, incluso en sus asuntos, que no marchaban del todo bien. Qué ella se ocupe de lo suyo. ¿Por qué tenía que estar inquietándolo a toda hora, hasta en sus sueños?, pensó. Estaba tan molesto, en esa relación tan deteriorada, que había pensado dejarla, cambiar, tener un nuevo panorama, algo que lo llenara de entusiasmo, que motivara su vida.


Ella le gritó de nuevo y entonces él reaccionó, subió de prisa al cuarto y se puso unos pants. Se movía como un autómata. Eran las seis de la mañana.


—¡Vámonos en mi coche —le dijo a su esposa—, es más rápido!


La verdad es que ni siquiera la gustaba manejar la camioneta de Marcela, siempre atiborrada de cosas y un poco sucia. Qué diferencia con su coche impecable.


En el camino, Marcela le contó: el día anterior habían llegado al hermoso valle que Fernando le había recomendado. Claro, Fernando, ese insufrible amigo y compañero de Marcela, a quien ella admiraba tanto y que no faltaba en las reuniones de los amigos de su esposa, reuniones a las que él detestaba ir, pero a las que no podía faltar. Quizá no quería dejarla sola con el tipo ese, el súper atleta de cuerpazo corpulento, engreído y pagado de sí mismo; con un vozarrón y unas carcajadas que a Samuel le producían dolor en el bajo vientre. Un día, después de la última reunión, habían acabado en una riña en la que ella le había gritado:


—Deberías de ser como él. ¡Eres un celoso! Te faltan tamaños.


Samuel quedó entonces profundamente dolido.


Aunque le costaba comprender, siguió escuchando a Marcela. Habían llegado al valle e instalado el campamento muy cerca de un refugio habilitado para casos de emergencia. Él no pudo contener una siniestra ironía: un refugio y la hija sepultada. Y es que creía que se las sabía todas, siempre mostrando gran seguridad y mira ahora lo que había pasado. Ella siempre tan dinámica, precipitada y dispersa, haciendo muchas cosas al mismo tiempo. Claro, le faltaba concentración. También por eso, últimamente, qué difícil era hablar con ella de los problemas por los que atravesaban los negocios de Samuel.


Habían perdido una importante participación del mercado que él no había dimensionado ni previsto, y lo habían puesto en jaque, con gran dificultad para reaccionar. Estaba muy angustiado y la actitud de Marcela ciertamente no le ayudaba. Él necesitaba comprensión y ella lo fustigaba con trivialidades. Le decía: “Haz ejercicio, mira la panza y las lonjas que tienes. ¡Levanta el ánimo! ¿Qué te pasa?”


Recordó aquella tarde cuando él llegó tan abatido a la casa. Acababa de descubrir que la inversión realizada en un negocio estaba prácticamente perdida; el gerente no había comprendido la trascendencia del cambio de gobierno, lo que generó, además, un grave conflicto entre los inversionistas que lo culpaban. Marcela se arreglaba entonces para salir, como siempre precipitada, y no sólo no lo escuchó, sino que también, por encima, a la salida, le dijo enojada:


—Tú no deberías de haber delegado esa inversión.


Igualmente recordó aquellas vacaciones en la nieve, en las que se había lesionado seriamente. Después de la curación en un hospital de emergencia, Marcela lo había dejado en el cuarto y se había ido de paseo con Daniela. ¡Qué desconsiderada! En vez de haberse quedado para atenderlo.


Por lo que pudo entender, se habían instalado en un valle alto que se abría entre las montañas escarpadas, ideal para establecer el campamento, bañado de sol a lo largo del día, protegido de los vientos fríos del norte. Las montañas cubiertas de árboles ofrecían un sinnúmero de veredas para explorar y ellas habían pasado todo el día recorriéndolas. Marcela era una exploradora profesional. En la noche, cenaron temprano y luego se fueron a dormir a la tienda bien abrigadas.


De pronto, no supo de dónde, se escucharon estridentes y ensordecedores ruidos como de rocas que ruedan por la ladera, como el derrumbe de un edificio, de árboles que se rompían, de ramas quebradas. Salió asustada de la tienda, sintió que un fuerte viento le golpeaba la cara y vio cómo el derrumbe se les venía encima, no tuvo tiempo de reaccionar, no supo más.


Samuel sintió a Marcela asustada, indefensa, a pesar de su gran fortaleza. Tuvo compasión de ella, se veía tan vulnerable. Marcela lo volteó a ver y le lanzó una mirada que lo hizo reaccionar. Una luz iluminó su entendimiento. ¿Sería que la había tratado rudamente? ¿No sería más bien que, por las complicaciones de los negocios, él y solo él era el que estaba presionado? Estaba culpando a Marcela de su falta de éxito, de sus indecisiones, de sus sentimientos de falta de realización. Era injusto.


Él se había paralizado frente a los problemas y había caído en una actitud pusilánime, indecisa. La crisis, a sus cuarenta y cinco años de edad, lo había rebasado. Marcela siempre había estado a su lado y él era él quien no la valoraba. La gran fortaleza y el valor de Marcela, su seguridad personal y la del imbécil de Fernando, era ante lo que él reaccionaba, lo que le molestaba, en vez de que fuera su inspiración.


Tomó entonces una decisión. El rescate era una excelente ocasión para ello. Le pediría perdón, la reconquistaría. ¡Qué necio había sido! ¡Cuánto tiempo había perdido! Enfrentaría su crisis con determinación. Se plantaría con seguridad encarar el reto que la vida le presentaba. Resurgiría. Con ese ánimo renovado, llegaron al lugar.


Marcela le señaló a Samuel la ubicación de Daniela.


—¡Rescátala por lo que más quieras! ¡Tú puedes lograrlo! ¡Tú siempre logras lo que te propones!


Samuel le respondió con una mirada agradecida. Era una maraña enorme de tierra, troncos, ramas, rocas. Un caos gigantesco. Una tarea titánica. Sin darle mayor pensamiento, Samuel se puso manos a la obra.


—¡Ayúdame! —Le gritó a Marcela— y luego, en voz baja—: ¿Por qué siempre desapareces cuando te necesito?


No tenía herramientas, así que con las manos empezó a remover rocas, ramas y tierra. Se afanó en la tarea con desesperación, con la pasión de rescatar a Daniela, una chica de quince años con la vida por delante.


En eso, llegaron cuatro exploradores, quienes se mostraron muy sorprendidos por la presencia de Samuel. En sus ojos había varias preguntas: ¿Cómo se enteró del accidente? ¿Cómo es que había llegado al valle? Luego comentaron que ellos habían escuchado el derrumbe, poco antes de las seis de la mañana.


—Y al poco tiempo una mujer nos dijo que necesitaba ayuda.


¿Dónde estaba esa mujer? Comprendiendo que no había tiempo que perder, pusieron manos a la obra. Como llevaban palas, entre todos siguieron la tarea con mayor diligencia.


Ya eran las diez de la mañana cuando aparecieron entre el lodazal y las ramas pedazos de la tienda de campaña. El corazón le dio un vuelco a Samuel, quien se llenó de esperanza. Con bríos renovados, siguieron trabajando hasta que a un explorador le pareció encontrar la cabeza de la chica: unos pelos castaños cubiertos de tierra y hojas. Con gran cuidado fueron descubriendo el cuerpo. Estaba entre grandes ramas de un árbol que milagrosamente la había cubierto y protegido. La chica estaba inconsciente pero viva.


Antes de sacarla, Samuel le limpió la cara con el agua de una cantimplora y la reanimó. Daniela entreabrió los ojos y su papá la besó. Dio gracias a Dios de haberla encontrado con vida. Todo estaba bien. Su emoción fue profunda: ¡reiniciaría una nueva vida! Y dio un hondo suspiro al borde de las lágrimas.


Daniela, recobrando el conocimiento le dijo:


—¡Mi mamá, rescata a mi mamá!


—No te preocupes, mi amor, tu mamá está conmigo, todos estamos a salvo. 


—No, mi mamá está sepultada —la chica se estremeció—. ¡Rescátala!


Samuel no entendía, la hija estaba afectada por el incidente.


—Tranquila, mi amor, todos estamos bien.


Todo estaba bien, salvo aquellos dedos de una mano que despuntaban entre el derrumbe. Se acercó, fue descubriendo la mamo lentamente y se petrificó. Le pareció reconocer el anillo de Marcela, aquel que le había regalado cuando le pidió que se casara con él, hacía ya casi veinte años.


¡Qué hermosa era! La había conocido en una fiesta que los amigos habían organizado cuando Marcela regresaba de una excursión al Kilimanjaro. Sus ojos lo había conquistado de inmediato, unos ojos destellantes de vida, de alegría, que con una mirada lo atravesaron, lo avasallaron. No era esbelta, sino más bien fuerte, atlética, corpulenta; desplazaba una gran fortaleza y una admirable confianza en sí misma


Siguieron los delicados trabajos de rescate hasta lograr recuperar el cuerpo sin vida. ¡Marcela! No pudo más Samuel, se desplomó. Cayó hincado, la abrazó con desesperación, levantó la cabeza al cielo y, desde el fondo de su alma, gritó: “Nooo.” Su grito reverberó en el eco de las montañas mientras el viento avanzaba entre las ramas. Lloró largamente y, entre las lágrimas, con la visión empañada, pudo ver, estacionada, a unos metros, la camioneta de Marcela.

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